15 de noviembre de 2007. Hay un ministro que siempre está a la sombra. Y cuando digo siempre, me refiero a siempre que hay problemas gordos. Nunca saldrá en los telediarios cuando ETA rompa una tregua, ni cuando lluevan las pateras sobre las costas españolas. Nunca habrá una rueda de prensa para dar datos negativos sobre el carné por puntos y el leve incremento de los accidentes de tráfico en los últimos meses. Nunca se disfrazará de portavoz del Gobierno cuando haya agujeros negros en las políticas de Interior.
Se trata de un ministro que tiene prestigio entre los suyos, pero que escurre el bulto como Magdalena Álvarez. Sin embargo, él tiene más clase. No le hace falta recurrir al lifting para conseguir un primer plano en las televisiones amigas. Es como un padrino con miles de cartas guardadas en la manga al que parece que demasiada gente le debe cosas.
Es ese tipo de ministros que nunca dan la cara pero que son de los que tira el Gobierno para darle relumbrón a las noticias importantes. Él no necesita rodearse de mujeres con sus hijos en el circo de un plató institucional como hace Caldera. Es de los que pasa de la Z y mantiene una postura perfectamente estudiada de hombre serio y prudente, de político negociador amiguete de Zapalana: un ministro tolerante en la distancias cortas y sembrador de cizaña detrás de los bastidores.
Un ministro con ansias de sucesión. Un tibio de la izquierda radical que encarna el ejecutivo de Zapatero, y a la vez un diplomático del Congreso que le da mil vueltas al dirigente del PSOE como intelectual, como parlamentario y como líder.
Sólo un hombre así, a medio camino entre María Teresa Fernández de la Vega y José Blanco, puede haber salido de la cueva y hacerse el interesante para facilitar la tarea de los medios que quieren hacer sangre en Madrid con la trama de funcionarios corruptos: 16 de más de 20.000. Es el grito silencioso desesperado del que estuvo en contra de la candidatura de Miguel Sebastián y del que todavía cree que el socialismo tiene algo que hacer en la política municipal de la capital. Su reino por destronar ese perfil centrista con el que los medios de comunicación de izquierda encasillan a Gallardón. Él quiere ser Gallardón para la derecha, el interlocutor necesario, el elipsir de la calma: no quiere estar en la lista de los crucificados por la historia que ajusticie al Gobierno más inepto de la democracia española. Y lo conseguirá, no le quepa la menor duda.
Se trata de un ministro que tiene prestigio entre los suyos, pero que escurre el bulto como Magdalena Álvarez. Sin embargo, él tiene más clase. No le hace falta recurrir al lifting para conseguir un primer plano en las televisiones amigas. Es como un padrino con miles de cartas guardadas en la manga al que parece que demasiada gente le debe cosas.
Es ese tipo de ministros que nunca dan la cara pero que son de los que tira el Gobierno para darle relumbrón a las noticias importantes. Él no necesita rodearse de mujeres con sus hijos en el circo de un plató institucional como hace Caldera. Es de los que pasa de la Z y mantiene una postura perfectamente estudiada de hombre serio y prudente, de político negociador amiguete de Zapalana: un ministro tolerante en la distancias cortas y sembrador de cizaña detrás de los bastidores.
Un ministro con ansias de sucesión. Un tibio de la izquierda radical que encarna el ejecutivo de Zapatero, y a la vez un diplomático del Congreso que le da mil vueltas al dirigente del PSOE como intelectual, como parlamentario y como líder.
Sólo un hombre así, a medio camino entre María Teresa Fernández de la Vega y José Blanco, puede haber salido de la cueva y hacerse el interesante para facilitar la tarea de los medios que quieren hacer sangre en Madrid con la trama de funcionarios corruptos: 16 de más de 20.000. Es el grito silencioso desesperado del que estuvo en contra de la candidatura de Miguel Sebastián y del que todavía cree que el socialismo tiene algo que hacer en la política municipal de la capital. Su reino por destronar ese perfil centrista con el que los medios de comunicación de izquierda encasillan a Gallardón. Él quiere ser Gallardón para la derecha, el interlocutor necesario, el elipsir de la calma: no quiere estar en la lista de los crucificados por la historia que ajusticie al Gobierno más inepto de la democracia española. Y lo conseguirá, no le quepa la menor duda.
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