10 de enero de 2008
España es el peor país para ser profeta en la tierra. Sólo hay salvas y homenajes cuando se yace en caja de madera de pino. El caso más ulcerante es el que padece la Guardia Civil, con los que somos ciudadanos ingratos y desagradecidos a pesar de que muchos se han dejado la vida por defender nuestra libertad. Aun así, deben entender que tenemos un Gobierno que sólo se viste de gala para llevar las coronas de flores al lugar del siniestro. Nunca hay botellas de champán descorchadas cuando dos guardias civiles pillan in fraganti a dos etarras con pistolas calientes envueltas en papel de celofán. El no va más de lo que pintaba ser una Navidad macabra.
Pero después, cuando llegan las anheladas detenciones, de pronto nos convertimos en los defensores acérrimos del cumplimiento de la Carta de los Derechos Humanos. Nos disfrazamos de victorianos de salón de té, escrupulosos para saltar al cuello de las fuerzas de seguridad cuando hay rasguños en el rostro del preso... aunque después haya moratones en los ojos y en el alma de los ciudadanos que quieren vivir en libertad por donde mandan los matones de Mondragón.
A muchos les gustaría que la guardia civil tratara a los etarras entre algodones, sin tocar un pelo a pesar de las provocaciones y de la resistencia. Demasiada sangre fría tienen ya con los que juegan a desestabilizar la seguridad de un país desarrollado en el que aún hay zonas del mapa condenadas a vivir en la cárcel. Quizás a usted y a mí nos faltara paciencia.
Nunca habrá motivos para justificar la violencia, pero una costilla rota atravesando la pleura de Igor Portu son gages del oficio. El que la hace la paga. Y a los guardias civiles que han logrado frenar un atentado como el que preparaban estos cachondos, hay que pagarles, al menos, reconociendo su valía y la calidad de un trabajo excelente, aunque sea un sencillo aplauso de bien nacidos: plas, plas, plas, plas...
España es el peor país para ser profeta en la tierra. Sólo hay salvas y homenajes cuando se yace en caja de madera de pino. El caso más ulcerante es el que padece la Guardia Civil, con los que somos ciudadanos ingratos y desagradecidos a pesar de que muchos se han dejado la vida por defender nuestra libertad. Aun así, deben entender que tenemos un Gobierno que sólo se viste de gala para llevar las coronas de flores al lugar del siniestro. Nunca hay botellas de champán descorchadas cuando dos guardias civiles pillan in fraganti a dos etarras con pistolas calientes envueltas en papel de celofán. El no va más de lo que pintaba ser una Navidad macabra.
Pero después, cuando llegan las anheladas detenciones, de pronto nos convertimos en los defensores acérrimos del cumplimiento de la Carta de los Derechos Humanos. Nos disfrazamos de victorianos de salón de té, escrupulosos para saltar al cuello de las fuerzas de seguridad cuando hay rasguños en el rostro del preso... aunque después haya moratones en los ojos y en el alma de los ciudadanos que quieren vivir en libertad por donde mandan los matones de Mondragón.
A muchos les gustaría que la guardia civil tratara a los etarras entre algodones, sin tocar un pelo a pesar de las provocaciones y de la resistencia. Demasiada sangre fría tienen ya con los que juegan a desestabilizar la seguridad de un país desarrollado en el que aún hay zonas del mapa condenadas a vivir en la cárcel. Quizás a usted y a mí nos faltara paciencia.
Nunca habrá motivos para justificar la violencia, pero una costilla rota atravesando la pleura de Igor Portu son gages del oficio. El que la hace la paga. Y a los guardias civiles que han logrado frenar un atentado como el que preparaban estos cachondos, hay que pagarles, al menos, reconociendo su valía y la calidad de un trabajo excelente, aunque sea un sencillo aplauso de bien nacidos: plas, plas, plas, plas...