12 de febrero de 2008
Pedro tiene 14 años y está de vuelta. Después de un largo y tortuoso despertar con amenazas de muerte dirigidas al despertador, el joven se arrastra por la calle para llegar al instituto, él único sitio del mundo donde se siente realmente valorado y donde puede quitarse de encima a los carcas de sus padres, educados en el posfranquismo y unos obsesos del orden y el concierto centrados en recortar las alas de su libertad. Gracias a Dios, en el instituto, tanto sus profesores como sus amigos son de los que saben de qué va la vida.
Aunque no recuerda cuándo fue la última vez que tocó un libro, Pedro se siente con derecho a extorsionar a sus compañeros para que le faciliten aprobados holgados. Su actitud con las chicas de la clase está catalogada en los libros de animales, aunque los que más padecen sus cambios de humor son los chicos de color. Sale de clase con los bolsillos llenos de euros y con móviles de sobra para la reventa. Más que por necesidad, Pedro es de los del tirón por amor al arte de ver sufrir. Tiene navaja y la usa sin reparos, incluso delante del claustro cuando se cometen injusticias sociales.
Por la calle escupe sin césar contra el respeto. Es de los de graffiti al canto en las paredes que le pillan de vuelta a casa. Cuando pasa por el chino roba la merienda e insulta a la dependienta sin rubor, aunque la tienda esté llena. Los viernes y los sábados por la noche son sus territorio comanche. Enfundado en su chándal blanco sale a la calle a la caza del pijo. Mientras se acicala con sus argollas, sus anillos y sus piercings, busca con la mente un objetivo gracioso para las próximas horas. Algún indigente a quien vomitar con odio, alguna abuela a quien atemorizar con gritos, alguna chica a la que seducir con la violencia, o algún extranjero para apalear con sus colegas perdidos, a estas alturas, en las profundidades del alcohol en vena.
Todos son menores de edad y por eso van con calma por la vida. En el barrio hay tensión contenida: ya han sido demasiadas veces escenario de la noticia.
Si la mano dura es frenar en seco los pies que no paran algunos padres y dejar claro que ser un delincuente no es un juego, bendita sea la mano dura. Los padres preocupados por que sus hijos no se les vayan de las manos a pesar de la tele y del entorno social que rodea a los jóvenes de hoy, lo agradecerán siempre.
Pedro tiene 14 años y está de vuelta. Después de un largo y tortuoso despertar con amenazas de muerte dirigidas al despertador, el joven se arrastra por la calle para llegar al instituto, él único sitio del mundo donde se siente realmente valorado y donde puede quitarse de encima a los carcas de sus padres, educados en el posfranquismo y unos obsesos del orden y el concierto centrados en recortar las alas de su libertad. Gracias a Dios, en el instituto, tanto sus profesores como sus amigos son de los que saben de qué va la vida.
Aunque no recuerda cuándo fue la última vez que tocó un libro, Pedro se siente con derecho a extorsionar a sus compañeros para que le faciliten aprobados holgados. Su actitud con las chicas de la clase está catalogada en los libros de animales, aunque los que más padecen sus cambios de humor son los chicos de color. Sale de clase con los bolsillos llenos de euros y con móviles de sobra para la reventa. Más que por necesidad, Pedro es de los del tirón por amor al arte de ver sufrir. Tiene navaja y la usa sin reparos, incluso delante del claustro cuando se cometen injusticias sociales.
Por la calle escupe sin césar contra el respeto. Es de los de graffiti al canto en las paredes que le pillan de vuelta a casa. Cuando pasa por el chino roba la merienda e insulta a la dependienta sin rubor, aunque la tienda esté llena. Los viernes y los sábados por la noche son sus territorio comanche. Enfundado en su chándal blanco sale a la calle a la caza del pijo. Mientras se acicala con sus argollas, sus anillos y sus piercings, busca con la mente un objetivo gracioso para las próximas horas. Algún indigente a quien vomitar con odio, alguna abuela a quien atemorizar con gritos, alguna chica a la que seducir con la violencia, o algún extranjero para apalear con sus colegas perdidos, a estas alturas, en las profundidades del alcohol en vena.
Todos son menores de edad y por eso van con calma por la vida. En el barrio hay tensión contenida: ya han sido demasiadas veces escenario de la noticia.
Si la mano dura es frenar en seco los pies que no paran algunos padres y dejar claro que ser un delincuente no es un juego, bendita sea la mano dura. Los padres preocupados por que sus hijos no se les vayan de las manos a pesar de la tele y del entorno social que rodea a los jóvenes de hoy, lo agradecerán siempre.